En un mundo de fallas y aventuras secuestradas, se encuentran dos pequeños héroes que pondrán el ejemplo con sus divertidas vivencias, acompañados de amigos muy diferentes.

martes, 25 de noviembre de 2008

Una de víboras

Aguacate se ha puesto a pensar mucho en la naturaleza que le rodea y en la naturaleza que podría rodearlo. Sí. Aguacate ha escrito sobre esto...finalmente...
¡Disfrútenlo! o júzguenlo.
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Tarde letargo.

Siempre quiero encontrar cosas nuevas, mas no las hallo. Vanas esperanzas las mías.
“¿Quién soy, quién soy?”
Siempre que encuentro la tierra apelmazada por el sol y a las piedras que la hacen aún más impenetrable, tengo ganas de sentir el frío y rasco un para echarme en ella. Al poco tiempo, alguien llega y me levanta de mi sitio; también le entran ganas de sentir el frío. Me regaña.
“¿Dónde estoy, dónde estoy?”
Le miro indiferente y me muevo con cuidado de no quemarme con el resto de las piedras, las cuales han sido casi abrasadas por el sol durante el día. Tengo sed. El agua debe estar en donde la dejé. Camino y la veo allí, tan poco refrescante y tibia. No hay de otra (agua) y resuelvo tomarla sin prisa. Llevo poco tiempo ahí, cuando alguien más me apresura: que el agua es para todos, que no debo ser egoísta y consumirla toda. Esta vez hago como que no escucho y sigo bebiendo, pero a mi pesar, me vuelve a insistir; escucho una patada de impaciencia contra el suelo. Engaño a mi mente con que ya he saciado la sed y me retiro.
“¿De qué estoy hecho, de qué lo estoy?”
Camino con dificultad por la calle; el sol quema mis ojos; el calor agobia mis cabellos. Tengo una misión importante; si no la cumplo, no habrá alimento: Debo ir al serpentario del Rancho para tomar media docena de víboras y llevarlas vivas a casa; las serpientes conservan de ese modo sus jugos y sabor.
Tengo miedo y pereza, sobretodo pereza. ¿Por qué mejor no prefieren mosquitos y libélulas? Así de menos, habría que ir hacia la presa, donde hay oportunidad refrescarse, pero no, el menú de hoy será forzosamente de víboras y serpientes y, si son venenosas, mejor. Si acaso me hubiera inventado una ocupación en casa…
“¿Quiénes son ellos, ellos?”
Entro al serpentario silencioso. Doy pasos largos, pesados, suaves. Muevo la cabeza al encargado en señal de saludo. Me detengo a pleno sol. Oteo el campo, las rocas y el chaparro seco; analizo las mejores posibilidades para encontrar víboras. Una roca larga y plana con una saliente: si fuera montaña, tendría una vertiginosa barranca. La alzo: Encuentro allí tres pequeñas serpientes enroscadas. ¿A poco conviven así de cerca? Son aún jóvenes. Las dejo. De pronto, escucho tras de mí una cascabel alerta. Volteo y allí está, una gran víbora con cabeza de triángulo, amenazante, molesta, quizás, por haber molestado a las crías. ¿Eran suyas? No podía ser, las pequeñas no eran de su especie.
“¿Para qué hago esto, para qué lo hago?”
Lanza su primer ataque, el que esquivo, y con mi vara logro alejarla de mí y controlar su cabeza. Recuerdo la primera vez que lo hice, me emocioné tanto, que la serpiente escapó. Esta vez, por supuesto, es diferente; mi experiencia y habilidad han sobrepasado mi edad y me aseguran tanto la supervivencia, como el éxito de la misión.
Tomo la cascabel de la cola y la meto en mi costal, lo cierro y aseguro. Sigo con la búsqueda.
Me asomo precavido al chaparro, allí debe haber otra. Miro, nada, vuelvo a mirar, nada. Pronto mi insistencia cobra frutos y encuentro allí un falso coralillo. Lo agarro con determinación de la cabeza y lo introduzco al costal, donde yace la cascabel.
Me enjugo el sudor con un paliacate y sigo buscando serpientes. Sé que no he de confiarme y debo estar atento, porque de un momento a otro, alguna víbora podría aparecer y hacerme pasar un mal rato.
“¿En dónde terminaré, en dónde terminaré?
Para la quinta, hago una pausa; encuentro el banco que el encargado presta y me siento, no en el sol, ni en la sombra, sino bajo un mezquite. Busco ¿y el encargado? Debe haber salido por un taco. Estoy cansado y también hambriento. Pienso: A una serpiente y no quiero terminar la misión. Recapacito: Sólo falta una y, de no llevarla, alguien en casa se quedará sin bocado, incluso yo; así, sin consideración y todo por mal hacer mi labor. A pesar de mi reconvención, me siento abatido; mi cuerpo no quiere moverse más. Caen mis brazos al suelo.
“¡Ay, qué espanto! No quiero más esto. ¿No quiero más esto?”
Negra renegrida asfixia con entumecimiento y sudor frío, zumbido, ardor y un piquete…
Mis brazos al suelo, la tierra arenosa, más suave que de costumbre, un surco. Me incorporo velozmente y miro debajo del banco. Otra cascabel en acto de enrollarse. Advierte mi presencia y se pone alerta; tira a morder. No le doy la espalda y alcanzo la vara, mientras ella hace por atacar. Inmovilizo su cabeza, pero una fuerza descomunal en ella, la libera del yugo. La víbora está resuelta a matarme; se eleva y abalanza violentamente contra mi pierna. Me defiendo, me ataca; me alejo, me sigue.
La serpiente queda inmóvil en el suelo, su cabeza deshecha. Un tronido. El encargado con un humeante rifle en los brazos.
Tomo a la serpiente muerta y la guardo en otro saco: el de las serpientes muertas. Tomo mis dos costales y le doy las gracias al encargado. Parto.
En casa me esperan con agua hirviendo y machetes para descabezar víboras. Les doy triunfante mi aún vivo motín y el saco con la infame que quiso asesinarme. Toman el costal que contiene las serpientes vivas con prudencia y empiezan a procesar su contenido. El otro, lo revisan y lo desechan. Me miran con desaprobación; no permiten que yo les explique cosa alguna. Callo y espero a que el caldo esté listo.
“No me gusta la víbora, ¿no me gusta la víbora?”