En un mundo de fallas y aventuras secuestradas, se encuentran dos pequeños héroes que pondrán el ejemplo con sus divertidas vivencias, acompañados de amigos muy diferentes.

lunes, 24 de septiembre de 2007

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Mandarina fue la autora esta ocasión.

Pensando un poco en sí misma y en otras tantas cosas, Mandarina pidió la revancha e intentó un pinino que espera que les guste.
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Quiebre
Cuelga el teléfono. Última llamada perturbadora. ¿Será posible? Se ha olvidado de cuánto y cómo. Ya no queda nada. Mejor desconecta el aparato y hace que sus vicios se refuercen. Los antiguos vicios, por supuesto, los que sólo ella poseía. El cable separado de la caja mágica y comunicadora. Ahora sólo tiene un juguete más, como cuando niña: ligero y mudo. No hay necesidad de que los demás se enteren de inmediato. ¿Alguien más sabía de su existencia? Responsabilidad de dos, promesa de dos. Nunca hubo juicio, ni testigos; nunca hubo viento al cual gritarle lo que hacían.
Se hizo el vacío. Chupada, revuelta, encogida, absorta. Sin cortinas, sin cuadros, sin muebles, sin oyentes. Las ondas se perdían sin chocar con nada. Si la última vez no hubiera sido tan simple. Los mecanismos siempre ágiles, las miradas torvas, las jugadas. Igualdad jamás. Siempre había un ganador y un perdedor impertinente que osaba pedir una revancha. Casi siempre era concedida, para luego perder sin compasión. Reflejos solamente. Pero la insistencia no se desvanecía.
Cerró los ojos un momento y sintió cómo todo a su alrededor la mecía; las paredes trataban de consolarla y la animaban para que no se diera por vencida. La incitaban a otra persecución tormentosa en la que, muy probablemente, tampoco tendría victoria. ¿Era el desprecio su móvil más profundo?
El teléfono latigaba sus corvas; pedía ser conectado. ¿Otra llamada acaso? Furtiva y breve, para pedir perdón o permiso. ¿Y si no era buen día? Olvidaba todo tan rápido siempre. Desde la primera hasta la última vez. Su liga al presente era lo que la mantenía viva. El pasado, borroso e insignificante, no le tenía reservada ninguna sorpresa. El futuro, en cambio, poco podía hacer por ella. Necesitaba, más que nunca, porque era ahora. Ahora recuerda, ahora viene, ahora cambia, ahora interviene y quiere actuar ahora. No flotar, no caminar, no yacer, actuar. ¿Podría lograrlo?
Conectó el teléfono de vuelta. Esperó tal vez tres segundos para marcar. Los sonidos nunca cotidianos ametrallaban sus oídos; la respiración contenida. Una voz: su voz.

Él en reclamos de ella. Él separado de sí mismo para poder controlarlo todo. Él, sin éxito, sucumbió a los designios más estúpidos de la especie. Nunca lograba autenticidad en lo que hacía, menos en lo que decía. Esta vez sí sería la última. Esta vez no habría marcha atrás. Porque había aplazado demasiado, había caminado hasta el cansancio, había gastado saliva y seducción en una roca. Así parecía, una roca bien tallada, incapaz de mostrarse tal cual era, sin reservas. Pura apariencia y nada más. ¿Quién dijera que debajo de tanta luz prístina pudiera haber no más que torpezas y tosquedades? Jamás una sorpresa o alguna muestra efusiva. Como si eso fuera causa de quebrantamiento de personalidad. Jamás cedió; jamás cedería.
En sus recuerdos no quedará nada. Algunos chistes, algunos movimientos adecuados, un poco de tiempo rellenado con más tiempo. El presente era idiota y el futuro luminoso.
El teléfono al fin estaba callado. Se podía oír el crujir de sus zapatos y los malestares de su estómago. Ahora tenía la libertad de prestar atención hasta de lo más mínimo sin ser interrumpido. La simplicidad que siempre había anhelado estaba tomando posesión de su mente. Sin molestias. Se estiró, se levantó y se alejó. No quería estar viendo ese aparato todo el tiempo. Ya no más.
El teléfono sonó. Dudó en contestar, mas sólo llevaba unos cuantos pasos con destino fijo. Regresó y contestó. Sollozos: sus sollozos.

El mismo cuarto. Nuevo cuarto. Peticiones sobre las sábanas bien estiradas. Rodillas y codos. Uñas rotas y ojos planos. Si la puerta fuera abierta en ese momento, no habría mucho que ver. Dos seres reproduciendo con sus físicos lo que se les habían dicho que se debía hacer, sin otra palabra para describirlo que rutina. A pesar de sus dotes, a pesar de sus exquisiteces, a pesar de tener la envidia de muchos, sus cuerpos sólo chocaban en rechinidos sordos, casi risibles, como pedazos de pollo crudo.
¿Qué los tenía en esa constante lucha? Ni obligación, ni placer, ni venganza. Dos solitarios que cruzaron camino y no encontraron otra cosa mejor que hacer que verse de vez en cuando para una charla sosa y una distracción repetitiva. Ni uno ni otro estaba contento. El hilo era más resistente que sus emociones calladas a fuerza de educación de muchos años. Piedras apiladas y embonadas con esmero. Así les enseñaron a actuar. No tenían por qué faltar a la regla. Era tan normal. Era tan tranquilo. Era lo mejor.
Estaban ahí nuevamente. Tras muchas promesas y pocas expectativas de parte de él: El movimiento constante, su latido, su desfogue sin sorpresas.
Ella insistió, así que tendría que empezar el juego. Sentados en pasmo. Se acercó a él y tocó su hombro, recorrió su brazo y llegó a sus dedos. Los lamió, los succionó, los mordió. Manipuló su cuerpo con la mano prestada. Él quedó frío de momento. Jamás había sentido intención alguna en ella. Un calor que arrebató su cabeza hizo que se convirtiera en monstruo, tan ávido y vigoroso. Ella lo paró en seco. Se alejó de él; se notaba un rictus en sus labios. Contención:
La probabilidad del deseo y la pasión consumados. Una imaginación caminante que no daría pie a ningún tipo de paz mental. Obsesión e ideas repentinas jamás concretadas en acciones. El mejor y más amargo recuerdo para ambos.

lunes, 10 de septiembre de 2007

Al parecer este texto fue escrito por Aguacate, con ayuda de su viejo amigo Capulín

Aguacate pidió el turno para escribir esta ocasión, pero como no tenía muchas ideas, le pidió ayuda al viejo Capulín. Capulín es un experimentado árbol, siempre encargado de resistir heladas, proteger a los niños y dar pequeños trocitos de sabor. En este momento tiene la gran misión de ser guía y protector de Aguacate. Últimamente se le ha visto enfermo, no se sabe exactamente de qué. Se espera su pronta recuparación.
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El viejo
Quién sabe a qué mundo se referirá el viejo. Ya nadie se acuerda, ni le hace caso. Vendrá del sur o vendrá del norte. A veces les da la impresión de que ni él mismo lo sabe. Pero el viejo es listo. Sentado en el sillón de hace tantos años, su inteligencia ha quedado intacta con el tiempo. Recuerda cómo una vez destruyó algo hermoso y luego intentó repararlo:
El viejo no era viejo. Él siempre tan callado, incapaz de dejar que acaso alguna de sus pestañas expresase algo. Miraba de reojo las Siluetas, que paseaban a su alrededor, con un sabor en su lengua, ácido y a medio cocer. Su paladar se henchía de gusto por las sorpresas ofrecidas entre algunos mármoles. Las Siluetas seguían transitando, sin éxito para ellas, pues él seguía concentrado en la emergencia de su boca.
Algún ruido extraño llegó a sus oídos. Las Siluetas desaparecidas y las cortinas haciendo globos al compás de los vientos. Un perfume suplía ahora a las Siluetas; lo aspiró fuertemente: Casi tan bueno como los sabores remanentes. ¿Dónde estaban ellas? Movió los dedos ansiosamente; las buscaba; las necesitaba. No tenía control sobre sus dedos. Se mecían, se estiraban, se doblaban, se clavaban constantemente en la madera, el cartón, el suelo y todo refugio duro que apareciera en el espacio.
Las Siluetas volvieron sin dar tiempo a ninguna recuperación. Los dedos se engarruñaron abruptamente, sin poder volver a su posición original. Él volteó furioso. No podía permitir que se le viera tan contento, tan desinhibido y relajado. Quiso gritar, quiso golpear, huír. Infamia. Sus dedos se ablandaron y retrocedieron a la mano. Su boca se abrió y los dientes se salieron de su lugar, dispuestos a salir disparados hacia las Siluetas, los nuevos enemigos, pero él interrumpió el ataque. Mordió sus labios; los relajó. Las Siluetas se acercaron y dejaron caer su dulzor. Tibieza. Calidez. Calor.
Pero las Siluetas tomaron formas angulosas y perversas. Ansiaban tenerlo todo, para luego desecharlo de inmediato; ya usado; ya vacío. Él lo sabía, mas no se resistiría jamás, porque sus dedos eran los que controlaban todo. Voluntad dactilar. Los dedos, antes ansiosos, tenían momentos de gloria encarnada en violentos enjambres silentes. Ninguno de los tres entes arremolinados en cada uno decía nada.
Tormenta. Su voluntad se hizo presente. Mandó zarpazos a las contrincantes y a sus propios dedos; deseaba nunca haber tenido dedos, ni ojos, ni oídos, ni nariz.
Siluetas fermentadas, ágiles; tan impacientes que tomaban forma humana.
Dos pares de ojos vidriosos y rojos se encontraban más que atraídos. Reposaban los unos en los otros. Mezquindad. Acaso un trazo de tristeza dorada caía de ellos. No más. Los párpados cerrados. Qué mejor que alejarse de algo dejándolo de ver; sin embargo las presencias constantes mermaban las convicciones.
Párpados abiertos. Él. Ella.
El viejo se levanta. Mira por la ventana. Se sienta de nuevo en el sillón, víctima de sus dedos, víctima de las Siluetas, víctima de él mismo. ¿No era el viejo como ese sillón? Una cosa, un objeto que todos han de mover, pero algo tan acabado que ya nadie quiere usar. ¿Ella? Tampoco ella.
O quizás.